viernes, 21 de julio de 2017

Suspirar sin que el glande se infle





Si quisiera enamorar a una mujer no sé cómo hacerlo, las lecciones aprendidas de cómo hacerlo me las dio la calle y hasta algunos libros, incluso uno que invitaba a la fémina a “estar callada” para gustar. Sé decir sobre voluptuosidades, humedad y estertores. Ojos grandes y pestañas pesadas de rímel. Olores dulces. Mi semen derramado. Yo gimiendo. Pero no he aprendido nada del cuerpo que horado, de los ojos que miran mi urgencia, de los labios que rehúyen mi boca abierta y mi lengua desenfrenada. Amar es algo complejo. Inacabado. Volátil. Frágil. Enamorarse es violento y maravilloso, pero cuando aparecen las flores que nacen de nuestros putrefactos humedales la belleza no alcanza a superar la realidad. La vida se acaba, a veces pronto y otras veces es insoportablemente larga, pero cualquiera sea el caso no alcanza a ser suficiente para desandar lo que tus propios pasos han caminado o los pasos de la historia antes que vos. Enamorar a una mujer no debiera ser distinto a enamorarse a uno mismo. Porque quién mejor que uno para saberse imperfecto, real, verdadero. Creo que pido perdón por cada rosa cortada de madrugada para conseguir una mirada. Por cada letra cursi. Por cada ínfula de atleta sexual. Por cada postura de macho. No digamos por la pedante y vacía actitud de trotamundos, catador de vinos, conocedor de menús mediterráneos y paseos románticos por ramblas, alhambras y castellanas, recordando a la amada. Vaya mierda. Casi una vida para entender que suspirar sin que el glande se infle es lo más sincero del amor.

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