lunes, 22 de enero de 2018

martes, 16 de enero de 2018

Ojos que saben a vida



Convexos riachuelos arden
en su rojo camino hasta los pozos
que me guían. No llegarán, hoy no
llegarán.
Les cierro los pliegues y escucho un manantial
brotar /poco a poco /llenar
la mirada cansada
borrosa
silente. Estos ojos
saben a vida,
a almíbar y aceitunas con queso
vino
y labios que saben estar juntos
hablar
protestar y besarle la frente a la noche.

viernes, 12 de enero de 2018

Dignidad



La vida

es un regalo que nos dan para seguir poniéndole oropeles

y regalárselo a alguien más

a veces viene descompuesto

y lo estropeamos más

a veces

con una chapuza basta y es capaz de dar felicidad

otras

hay que desarmarlo, pieza a pieza

y construir otra cosa

que sea más que un cachivache que se amontona en el olvido

y sea capaz de dar dignidad.

martes, 9 de enero de 2018

Mujeres sin diablos ni patriarcas




Todo inició en un país vecino, con una campesina negra y sus ocho hijos, tres mujeres y cuatro hombres. El patriarca, cuenta la historia, esperó al mismísimo Diablo en lo alto de un árbol, porque éste todas las noches llegaba a destruirle la milpa. Llegado el momento, Enrique, que así se llamaba aquel valiente que estaba dispuesto a enfrentarse al Demonio con tal de defender su siembra; saltó hasta caer de pie frente, nada más y nada menos que Lucifer. Y vos sos el Diablo le espetó, el que tanto miedo le mete a la gente; pues yo soy Enrique Salazar y vengo a partirte los cachos hijueputa.

Enrique sacó el machete y el Diablo se encendió por completo. Al día siguiente Enrique apareció de madrugada con la ropa hecha trizas, los brazos quemados y el sombrero chamuscado. Desde ese día, nunca más hubo problemas con la milpa. La historia corrió por las montañas y guamiles, por los ríos y senderos, por los trabajaderos y parcelas entre Honduras y Guatemala.

Aquel hombre fue temido, nadie se metía con él. La verdad de aquella noche era más profana. Enrique sospechaba de un negro cobrizo, fuerte y bello, ojos pardos y fama de galán. Sospechaba que cortejaba a doña Lina, su esposa. Lo de la milpa fue una excusa, él mismo pasaba por las tardes aplastándola y así poder justificar el salir a “vigiar” al Diablo (que él invento); hay que enfrentarlo y defender lo que es de uno, decía.

Aquella noche, Enrique, machete afilado y con un tambo de gasolina en mano, llegó al jacal del negro Chirino; somataba el corbo en la entrada de la casa, somataba y daba tajos en la puerta. Chirino salió por una ventana y parado en el patio, lo enfrentó. Aquí estoy le dijo, sé a qué venís y no te voy a dar explicaciones, así que prepárate a morir o matarme. Se enzarzaron a machetazos, el metal cimbraba el silencio de la noche mientras sombras y cuerpos se devanaban; fue Enrique el primero en causar un daño mortal, le partió la cabeza a “su” Diablo y el machete se le quedó atorado en el cráneo de Chirino que apenas alcanzó a dar un tajo mientras caía moribundo.

Enrique se veía inmenso y su sombra más, el pecho herido sangraba y los ojos abyectos de ira miraban morir a su demonio personal morir. Lo arrastró hacia dentro del jacal, roció todo con gasolina y luego de encender un cigarro tiró el fosforo sobre la manaca, mientras fumaba miraba sentado en un troco cómo se encendía su “Diablo” en la pira hecha con su propia casa. Permaneció ahí hasta el amanecer.

Entre los matorrales, unos ojos pequeñitos lo observaron todo, era Cirilo, hijo de seis años de Chirino. Al momento de los primeros filazos en la puerta, su padre lo sacó a él primero por la ventana y le dijo que corriera a casa de su tía, como a dos leguas; Cirilo no hizo caso, se escondió y observó todo. Enrique pasó a su lado cuando se marchaba, el niño estaba petrificado, apenas y se atrevía a respirar, pero en una débil inhalación logró sentir el olor mezclado de sangre, combustible y hollín.

La vida, como suele suceder, siguió su curso. Doña Lina crío a sus ocho hijos y don Enrique se convirtió en el tipo más temido de aquellos montes. Hasta que un día, de visita en el pueblo, caminando paradójicamente frente al cementerio, un vendedor de helados se acercaba en sentido contrario de sus pasos tocando su campanita y empujando su carreta; era un muchacho de unos quince años, se llamaba Cirilo, huérfano desde los seis años tuvo que ganarse la vida ayudando a su tía, hermana de Chirino. Cargó leña y carbón, vendió cocos y lo que fuera para sobrevivir. Hasta que alguien le ofreció vender helados en el pueblo con una carreta. Fue feliz porque después del trabajo duro que hacía diariamente, aquello de empujar una carreta y vender helados era fácil. Además, se podía atragantar cuanto quisiera de helado de vainilla con esencia de fresa.

Aquella noche frente al cementerio, la tarea era otra. Sabía que don Enrique pasaría por el lugar; estaba cerca de la estación del Tren donde bajaba el asesino de su padre y que lo hacía el mismo día, a la misma hora, una vez cada dos meses.

El filo de su pequeño machete era producto de años de odio. Al fin, cuando estuvo al lado de don Enrique, el sonido de la campanita que tocaba se detuvo; sin pensarlo sacó el cuto de entre las paredes de madera de la carreta y el cilindro de metal donde llevaba el helado, de un solo tajo cortó el cuello del que se había peleado con el Diablo. Igual que Enrique, se quedó parado frente al cuerpo mientras se desangraba. Todo quedó en silencio hasta que la campanita de la carreta sonó frenéticamente mientras Cirilo se alejaba del lugar.

Fue entonces que empezó una de las muchas historias de las mujeres que luego de que los hombres cerca de ellas se matan entre sí, van y enfrentan la vida sin “diablos” ni “patriarcas”

Este trópico y su gente enamorada...

      Este trópico está lleno de gente enamorada desmemoriada un día subimos a las nubes sobre el mar y al día siguiente nos hacemos...