Nadie sabe cuántas veces el Fénix ha intentado levantarse de sus cenizas, cuántas veces lo ha logrado, cuántas solo alcanza a revolcarse y quedarse tirado, cuántas, deja hasta las pezuñas para volar un día más. Renacer de las cenizas es una metáfora hermosa, pero a veces no alcanza la belleza de la figura, las cenizas se vuelven cemento endurecido con babas y llanto, otras, ahogan. Las criaturas de fuego lo llenan todo con su fulgor e incandescencia, lo que no sabe el vulgo, es que cada vez que pavonea sus llamas, se consume a sí misma, aunque el momento sea mágico e incandescente, placentero, el clímax: si no hay qué alimente ese fuego permanentemente, hipócritamente recurrirá a lo de resurgir de las cenizas. Mejor sería ser luciérnaga, yesca, ocote, carbón, algo menos rocambolesco que garantice que siempre se encenderá el fuego, para un puchero, para calentarse el alma, para acercarle al corazón un poco de calor y que siga su marcha. Los que prefieran la extravagancia del Fénix, cuídense de tener público para que adore sus llamas y esté pendiente de su renacer de las cenizas, cuando no logren hacerlo, cuando no logren levantarse, el hambriento séquito del ave, pateará sus cenizas y buscarán otra llama donde derretirse las pupilas y comerse la carne del ave en llamas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario