La paz era un hecho pensado, la rebeldía, esa, nutrida de días y años, de muerte, de victorias, de derrotas, de pasos, de sangre en las botas, de vidas dejadas bajo los árboles y los ríos, de hambre, de entrega, de esperanza, de rabia, de lucha, la rebeldía no era pensada, era sentida. A pesar de ello, se acercaba cada vez más la hora de la renuncia publicada, de los titulares políticamente correctos, del silencio de las armas que mantenían viva la voz de la gente. Y entonces, disciplinadamente, cada quien se entregaba a su tarea, fuera la que fuera, grande o pequeña, importante o insignificante, cada quien se sentía revolucionario.
Un día de esos, de “la salida al claro”, luego de kilómetros en carretera y luego de más kilómetros tragando polvo en terracería, para finalmente subirse a lanchas y recorrer más kilómetros hasta la nariz del mapa, un grupo variado de gente hubo de caminar unos cuantos kilómetros más en la selva, y entonces, encontrarse cara a cara con la gente que en sin vociferar, hacía de la Revolución: en cada acto, por sencillo que fuera, desde decidir quién comería lo mejor que había en el día, que podía ser unos huevos de gallina o unos aguacates caídos durante la noche. Una anguila recién pescada, o unos bananos que costó horas ir a cosechar. Hasta las cosas más peligrosas y temerarias. Pues ese día, gente con cámaras, estudiantes, de organizaciones, curiosos, metidos, orejas, traidores, incongruentes y demás nacionales e internacionales, conocieron a las Comunidades de Población en Resistencia de El Petén. Soplaban vientos distintos, los núcleos estaban relajados y las comunidades guerrilleras alrededor de las CPR – P, también. Así que se organizó toda una convivencia con presencia de Naciones Unidas y demás representaciones que verificarían la condición de no combatientes de la comunidad Esmeralda. Entre otras cosas, se organizó una triangular de futbol, dicho sea de paso, que existiera una cancha en condiciones costó tiempo y esfuerzo de los compas, a pesar de ello, todavía había que saltar entre troncos humeantes en la cancha, pero en términos generales los partidos se jugaron decentemente. Se organizaron tres equipos, los locales, que jugaban cuando podían entre comunidades y a veces, con el ejército mexicano que se cruzaba el Usumacinta para una chamusca o con los que llegaban de cuando en cuando desde fuera. La cosa es que los locales jugaban como luchaban. A muerte. Era importante, era una cuestión de ganar o dejar el pellejo en el intento. Otro equipo lo conformaron los observadores internacionales, era un salpicón de nacionalidades y habilidades, algunas sorprendentes hablando de futbol, y otras, sorprendentes en cuanto a su capacidad de entretener al público en las orillas del campo con la voluntad más honesta y la torpeza más brutal con la pelota. El último equipo, el de los nacionales visitantes, conformado por una variada mezcla de estudiantes, compas organizados, onegeros y demás. El primer partido de la triangular lo ganaron los locales, les tocaba la final con los nacionales visitantes. El morbo era por demás emocionante, se picaban, algunos se conocían y los que no, se sumaban a embromar a los guerrilleros desarmados y vestidos con uniforme deportivo que casi era andar desnudos se su aura invencible. Un gol de los guerrilleros y los linderos del campo estallaron, había compas, hombres, mujeres y niños, que habían caminados horas para ver la final. Celebraban en medio de la selva a grito limpio, ganaban, vencían. Un gol de los visitantes nacionales, murmullos y una que otra maltratada educada fuera de la cancha. Termina el primer tiempo. Al segundo, se reorganiza el equipo de visitantes nacionales y Huevo Loco sube de la defensa al ataque. El portero, el compa Valentín, también sube en un tiro libre. Huevo Loco le pega con el alma a la pelota, las chispas de un tronco que aún estaba encendido, literalmente vuelan detrás de la pelota y, Valentín, el portero de los visitantes, sigue la pelota por el aire, y al ver que no podía alcanzarla a tiempo para cabecear, en un gesto marrullero, salta en dirección del portero guerrillero para sacarlo de balance y que no pueda alcanzar el balón, Cristo (que así le decían y le dicen a Cristóbal), el portero guerrillero, siente el peso de Valentín desplazándolo, aquel compa flaco, fuerte, pero flaco, en el aire era liviano, y Valentín, flaco, pero mañoso, y más grande que Cristo, pues simplemente lo tumbó sin problemas, la pelota le quedó a modo y solo tuvo que empujarla. El marcador final, dos a uno a favor de los visitantes.
Se armó el alegato con el árbitro, Cristo que conocía a Valentín, de manera exageradamente educada, le reclamaba la falta, Huevo Loco celebraba y Valentín disfrutaba su picardía. Cinco comunidades estaban descontentas, en cuenta una guerrillera, los acompañantes nacionales no sabían que la consecuencia de su triunfo sería quedarse sin cenar. Y bueno, qué decir de la sanción moral en privado al compañero Valentín por su marrullería. Cristo tuvo que cargar con la crítica de no ser más agresivo en aquella jugada y ser el “responsable” de perder el partido. Ese día ha sido el único que he visto a un guerrillero vencido. Ahora, cada vez que nos vemos, sonreímos sin decir nada, porque recordamos ese momento con cariño y picardía.
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