Iba sobre piedra volcánica sin hacer caso a lo que le abrasaba los pies hipnotizado por lava que bañaba y purificaba según él su porvenir, cuando terminó de andar, muchos ranchos ardían… El paisaje era el mismo de siempre pero el enterrador era otro.
Los nidos hervían de víboras que orgiásticamente se sobaban y el hedor de su almizcle se percibía a leguas, cambiaban de posición, tragaban unas y sembraban terror otras mientras las más viejas y experimentadas les cuidaban el hoyo, ese agujero húmedo y oscuro donde solían tener sus mayores excesos las lombrices y los gusanos.
Las romanas estaban trucadas, ni en los mercados se encontraban balanzas fieles, las togas no eran garantía del peso en los brillantes platillos; si tenías cara de pisto menos papas te ponía la locataria y más podías untar la mano de cualquier vulgarcito juzgador. De venda ni hablar, no se usaba a la hora de apachurrar los tomates y menos desollando gente. La balanza estaba rota, pero rota de veras. La señora, sin nada que le cubriera los ojos se decidió por quienes mantenían bien lustrados su torso y posaderas.
Los demás andábamos por ahí esquivando piedras que amenazaban con aplastarnos la cabeza a cada paso, arrancándole a la tierra una nueva cosecha, con el oído pegado a la radio y las noticas de que nuestros dólares vendrían por última vez con todo y familiar. Vaciando pulmones, los propios y los de vidrio. Sonriendo, amando y jurándoles bienestar a los nuestros.
Los mañosos aprendieron a parecer honrados, los “vivos” apestaban a muerto y los títeres delirantes se creían Reformadores. Nosotros, nosotros luchábamos todos los días por una sonrisa.
Los nidos hervían de víboras que orgiásticamente se sobaban y el hedor de su almizcle se percibía a leguas, cambiaban de posición, tragaban unas y sembraban terror otras mientras las más viejas y experimentadas les cuidaban el hoyo, ese agujero húmedo y oscuro donde solían tener sus mayores excesos las lombrices y los gusanos.
Las romanas estaban trucadas, ni en los mercados se encontraban balanzas fieles, las togas no eran garantía del peso en los brillantes platillos; si tenías cara de pisto menos papas te ponía la locataria y más podías untar la mano de cualquier vulgarcito juzgador. De venda ni hablar, no se usaba a la hora de apachurrar los tomates y menos desollando gente. La balanza estaba rota, pero rota de veras. La señora, sin nada que le cubriera los ojos se decidió por quienes mantenían bien lustrados su torso y posaderas.
Los demás andábamos por ahí esquivando piedras que amenazaban con aplastarnos la cabeza a cada paso, arrancándole a la tierra una nueva cosecha, con el oído pegado a la radio y las noticas de que nuestros dólares vendrían por última vez con todo y familiar. Vaciando pulmones, los propios y los de vidrio. Sonriendo, amando y jurándoles bienestar a los nuestros.
Los mañosos aprendieron a parecer honrados, los “vivos” apestaban a muerto y los títeres delirantes se creían Reformadores. Nosotros, nosotros luchábamos todos los días por una sonrisa.