Recuerdo
la primera vez que sentí algo que me dominaba por completo, que era superior a
mí y me controlaba, al punto de no dejarme respirar. Tenía 6 o 7 años, jugaba,
con el único juguete que tenía y quería, una Poza Azul en Sto. Tomás de
Castilla: se veía su fondo, el agua era cristalina y había toda clase de vida en
ella. En la orilla, la profundidad era de poco más de un metro, de puntillas era
seguro, jugar, sumergirse y perseguir pececitos, buscar camarones, jutes, buscar
fichas perdidas por los bañeantes, para después limpiarlas con el carcañal del
pie, dándoles vueltas y vueltas en la arenilla, hasta que quedaban sin sarro y las
aceptaban en la tienda. Era un mundo distinto, pasaba horas metido en el agua
hasta entumecerme, no importaba si era época de verano o lluvia, cuando llovía era
mejor, nadie más que yo disfrutaba de todo aquello. Un buen día, se me ocurrió ir más allá de la
profundidad de un metro en la orilla, lo hice, con un pie todavía tocando el
fondo, estiré el otro y no sentí nada debajo, bajé el otro y no sentí el fondo,
de hecho, el agua era más helada, sentí miedo y retrocedí. Me fui a la orilla y
me acosté al sol hasta quedar tostado de seco. Pensaba en qué había más allá de
ese paso que no di, me metí nuevamente, con miedo, pero con una curiosidad
inmensa. Afirmé un pie, di el paso con el otro, y esta vez, el peso de mi
cuerpo me hundió, conocí qué tan profundo era aquello. Intenté chapotear de
vuelta, pero no podía, el aíre me faltaba, sentía cómo mis ojos se abrían
inmensamente buscando la superficie, daba vueltas a mi alrededor buscando algún
lugar donde pararme, encontré uno, lo alcancé con la punta de los pies y me
impulsé, fue suficiente para sacarme a tomar aire. Tomé una bocanada mezclada
con agua y de vuelta al fondo, estaba muy lejos de la orilla, muy lejos. Esa
segunda vez, con miedo, pero sabiendo de qué se trataba la situación, intenté
impulsarme yo mismo hacia arriba, con mis patadas “de casi ahogado”, sentía que
subía, pataleaba más, sentía que se acercaba la superficie, pataleaba más, y
nuevamente una bocanada de aire y otra de agua. La tercera vez, ya solo tenía
que repetir el plan con más fuerza, así lo hice, y esta vez solo tome aire y no
agua. Al llenarme de aire y chapotear como desquiciado, pude flotar y dirigir
mi cuerpo hacia la orilla, hasta que toqué el suelo con mis pies nuevamente. Ese día, pude ahogarme y nadie se habría dado
cuenta, sentí mucho miedo. La Poza Azul mide aproximadamente 75 metros de
largo, a partir de ese día, todos los días chapoteaba un poco más lejos sin
tenerle miedo al fondo, a no tener los pies firmes mi fuerza, a mi respiración, hasta que logré alcanzar la otra orilla.
Cuando en la vida siento que me ahogo,
que no doy más, que seguro todo ha terminado, viene a mi ese recuerdo, y
gracias a la Poza Azul y sus lecciones, siempre llego a la otra orilla.