Cuando era pequeño, todos los años en vacaciones visitaba a mi abuela, me emocionaba muchísimo cuando se acercaba la fecha y sentía que se acercaba también el olor a pino y manzanilla, el frío, los olores de la inmensa cocina, las fogatas, los mimos de mis tías, las nuevas amistades, y todo lo que vivía cada diciembre.
En la camioneta, que por aquellos días cobraba 50 centavos de la capital a Chimaltenango, mi memoria iba reconociendo las señas del camino, la primera, antes siquiera de subir al bus, era el puesto de chéveres en la 20 calle, me fascinaba que me dieran fresco en un barquillo de papel. Después, sabía que ya casi salíamos de la capital cuando miraba las fábricas de block en la Roosevelt, y que definitivamente estábamos fuera cuando el ayudante de “La Esperanza” le tiraba un manojito hecho de fichas y billetes a unos policías que estaban parados en una garita.
Luego de salir de la ciudad empezaba el bosque, seguía y seguía, y el bosque no se cansaba de pasar por las ventanas de la camioneta, de cuando en cuando se aparecía el nombre del General Lucas García, pintado con letras grandes y blancas en los paredones antes de llegar a San Lucas. Luego más bosque. Y cuando de repente en una curva miraba un montón de árboles apretaditos y empotrados en un barranco, sabía que ya estaba cerca de la casa de mi abuela, y también sabía que luego de la curva pasaríamos por Sumpango.
Inmediatamente me concentraba en el lado izquierdo, mejor si iba yo sentado de ese lado, pero sino igual trataba de tener la mejor vista, para observar algo que me intrigaba y emocionaba al mismo tiempo. Un caminito de tierra. Serpenteaba y subía despaciosamente por una ladera y se perdía detrás de unos pinos. Parecía que lo había puesto en ese lugar alguien que escribía un cuento, que necesitaba un lugar perfecto para terminar con un final feliz, diciendo que un personaje subía con su azada al hombro, feliz y orgulloso, silbando y listo para disfrutar de su casa y familia, que seguramente estarían después de los pinos donde terminaba el caminito de tierra.
Luego de que dejaba atrás aquel caminito de tierra escurriéndose hacia el bosque, a los pocos minutos ya estaba en casa de mi abuela.
Pasaron los años, muchos, ahora cuesta 7 quetzales el pasaje de la capital a Chimaltenango. Ya no están las letras blancas con el nombre del tal general Lucas, menos mal, ya no hay tanto bosque y el camino de tierra tiene unas rodadas de cemento y sigue perdiéndose en el mismo lugar, pero los pinos ya no están.
Como soy exageradamente curioso, hace unos 3 meses me decidí a caminar por el caminito de tierra que antes tanto me gustaba, lo hice, y descubrí que hace parte de la carretera vieja que conducía a la capital y que pasaba por Sumpango. Hay un basurero en una de sus otrora idílicas curvas, sus laderas están pelonas y por supuesto que el final del cuento donde el campesino va feliz, orgulloso, silbando y listo para casa y familia, lo protagonizaron unos compas que iban sufriendo bajo el peso de unas cargas inmensas de leña, con músculos correosos y piel aceitunada a fuerza de tanto sol, con la mirada perdida y cansada.
Mi abuela ya no está, su cocina tampoco, ahora soy yo el que lucha cada vez que puedo por imitar aquellos olores, cocinando arroz con arvejas, cociendo frijoles, buscando tortillas negras recién salidas del comal, horneando pierna, haciendo ponche. Sembrando pinos y cipreses. El caminito sigue ahí, pero ya nada es igual. El y yo hemos permanecido, pero la vida nos ha cambiado.
A pesar de todo la historia tiene final feliz, porque el caminito de tierra ahora me lleva al lugar más bello del mundo, mi hogar.
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