Hoy cumpliría años mi padre, la
distancia real y emocional solo daba para una llamada, hoy no lo puedo
llamar. Muchas cosas pasaron en 42 años,
muchas. Al final no se valen las quejas
y uno escoge la felicidad o la amargura, las lecciones aprendidas enseñan
procurar la primera y destilar la segunda.
Recuerdo cuando me enseñó a
nadar, tenía apenas 3 años, como los que tiene mi hijo hoy. Sin querer me dio el regalo más grande, bello
y maravilloso que nunca nadie me haya dado, “la Poza Azul”; para ese entonces era
verdaderamente azul, de agua fría y cristalina.
Vas a nadar me dijo, se metió conmigo, me tomo por debajo de los sobacos
y me empujo, no sabía qué hacer, estaba emocionado pero tragar agua fue
inevitable, me sacó a flote y vuelta a empezar, un par de palmaditas en la espalda y otro empujón, una y otra vez hasta que no tragué agua y aprendí a flotar,
luego de eso no hubo quien me sacara de esa esmeralda derretida.
Mi mamá me escondía la ropa para
que no pasara todo el día metido en el agua, no era problema para mí, me iba desnudo, y sin ningún tipo
de pudor pasaba tranquilamente chapoteando con ese tanate de amigos que
descubrí en mis zambullidas; machacas, mojarras, camarones, cangrejos,
dormilones, era feliz, muy feliz con el pito al aire, sin preocupaciones ni
conciencia del mundo real, solo del mundo mágico donde jugaba, nadaba y era el
amo y señor.
Pasaron años antes que alguien me
dijera que si no me daba vergüenza andar desnudo, y entonces fue que conocí la vergüenza,
pasaron años antes de que el chapoteo pasara a competencia feroz, años para
dejar abandonado mi juguete preferido y tener que crecer.
Ahora tengo 43 y estoy nadando
nuevamente, sin competir con nadie, sin peces ni crustáceos, pero la sensación
de felicidad sigue presente, ahora rebozada con el recuerdo de mi padre cada
vez que me meto al agua. Gracias por
enseñarme a nadar Papá, feliz cumpleaños.
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