PECK
“Ya todo terminó”, sentenciaba
Esteba Danilo Santos Peck con su puño y letra, firme y claro, como fue su
costumbre siempre; cada uno fuimos leyendo la sentencia, pasándonos de mano en
mano el cuaderno donde la había escrito, uno a uno fuimos llorando silenciosamente
alrededor de la cama de hospital donde nuestro padre llevaba nueve días de estar
luchando obcecadamente contra la muerte.
La noche anterior, la batalla de
Peck contra la muerte fue descomunal, al recordar esos momentos el orgullo me cimbra,
pero vivirlo fue lastimero, humillante y hasta inhumano; el oxígeno que debía entrar
por la nariz con el sistema que tenía puesto, se lo llevaba a la boca, en un
intento de hacer más cierta la vida, más concreta, tragándosela, intentando a
bocanadas comerse las amenazas de la muerte.
También tenía una mascarilla con la que intentaba duplicar lo básico
para sobrevivir, pero ni por la boca ni por la nariz el oxígeno pasaba a la
sangre, a los órganos, los pulmones habían muerto ya: él no.
Su mente, lucida hasta el último
momento, analizaba, decidía, ordenaba, manipulaba, todo con un objetivo, no
perder; aferrarse a la vida era la consecuencia, pero Peck fue así siempre, su
acto reflejo era dar pelea, plantar cara, no darse por vencido ante nada: la
muerte se topó con un tipo dispuesto a enfrentarla y probarla hasta los límites
más extremos. Su cuerpo, sus sistemas
internos, sus órganos, a pesar de lo que la lógica pueda mandar, obedecían lo
que Peck les exigía, fue solo hasta que descanso su mente que su cuerpo
descanso.
El día que salió de su casa,
alguien pidió orar, Peck dijo que sí “pero sin llorar”, claro está, todos
lloraron. Su último gesto para quienes
llegaron a despedirlo fue el pulgar en alto, siempre positivo, siempre en pie
de lucha; nueve días después la actitud era exactamente la misma, a pesar de ya
no contar con su cuerpo. La conclusión a
la que llegó fue que su cuerpo se venció, él no.
Durante los últimos cuatro años
la enfermedad fue avanzando aceleradamente, sus pulmones sufrían de fibrosis,
lo que endurece y necrotiza de manera progresiva e irreversible el órgano, y el
hallazgo fue completamente tarde. Al
hacer esfuerzos se ahogaba y al subir a la altura de la ciudad capital sentía
que le costaba respirar, esto lo asociaba a la falta de condición física y el
frío de la altura; ni una cosa ni otra, sus pulmones ya trabajaban solo con el
30% que no había sido afectada por la fibrosis.
El último año, ya con oxígeno
permanentemente, el sufrimiento y la lucha era evidente, su esposa y su segundo
hijo, sufrieron y lucharon igualmente, día a día. Cada crisis y cada emergencia la asumió ese
colectivo de tres, que no se separó ni un segundo, sirvió más que para vencer a
la muerte, para fortalecer a los que acompañaban ejemplarmente al ejemplar
luchador.
Dieciséis horas después de anunciar
su partida, partió. La despedida fue
apoteósica, salió de su casa alzado en hombros por marineros vestidos de
impecable blanco, paró las operaciones de la empresa portuaria y la caravana fúnebre
entró al recinto portuario, recorriendo los lugares por donde Peck se paseó
dejando huella, máquinas de veinte metros de altura se alinearon e hicieron un
arco para darle el último adiós, igualmente sus compañeros y compañeras de trabajo
hicieron una valla aplaudiendo mientras decenas de camiones bocinaban
estruendosamente.
En el cementerio habló
uno de sus compañeros marinos, hoy gobernador, un amigo entrañable, un primo
que viajó gran distancia para estar presente, y el hijo que le acompañó
siempre: palabras más palabras menos, todos dieron gracias por el ejemplo y la
forma de dejar huella, todo hecho con franqueza, honor y pasión.
Al final, la familia de Peck se
gozó la despedida y sintió un morboso orgullo.
Nueve días después ya todo había terminado, inició una etapa distinta
para nuestra familia; ya veremos a dónde llegan nuestras naves, cuándo
terminará todo para nosotros y si nuestros finales serán tan maravillosos como
el de nuestro padre. Descanse en paz
Papá.