El otro día con mi sobrino nos subimos a una montaña rusa, los dos estábamos ansiosos porque nunca antes habíamos experimentado algo así. Nos sentamos, bajamos la barra de seguridad y nos consideramos listos. Lo primero que notamos fue que íbamos en un carrito individual, no en una serie unida de carritos o en un solo “tren” de carros, el efecto fue de soledad y miedo, pero también de goce particular, nadie más que nosotros disfrutaría.
Lo segundo fue el movimiento, inició lento, lento, pero desde el principio se sintió la potencia del mecanismo que impulsaba al dichoso carrito, otra vez miedo y ya nadita de goce. Iniciamos la subida a tirones, subimos y subimos, la vista era estupenda, la parte de la ciudad que veíamos lucia extrañamente en calma y las luces silenciosas transmitían paz, y de pronto, zas que inicia el primer descenso, una fuerza contraria nos estampó contra el respaldo de nuestros individuales y solitarios asientos y la caída no nos dejaba ver hacia dónde íbamos, solo sabíamos que nos desplomábamos velozmente y lo peor, sin ningún tipo de control, sin nada que pudiéramos hacer.
En ese punto, apenas inicial, tanto mi sobrino como yo queríamos simplemente bajarnos, que parara esa condenada cosa, carrito, tren o lo que coño sea y es, y bajarnos, pero claro, no se puede una vez iniciado el trayecto. He de confesar que esa primera bajada la hice con los ojos abiertos, el resto del recorrido fue con los ojos cerrados. Para saber qué hacía con nosotros el endemoniado cacharro ese, tenía que sentir de qué lado o en qué posición estaba mi estomago.
Fue rápido, intenso y aterrador. Cuando por fin paró el puto carrito, no sé quién salto más raudo y veloz fuera, pero al segundo siguiente de detenernos ya estábamos a diez metros de todas las costillas de hierro por las que corre endemoniadamente esa maquinita del infierno. Nos reíamos de los puros nervios, nos mirábamos el susto mutuamente, los dos maldecíamos y jurábamos nunca más subirnos a una cosa de esas. Teníamos una sensación de compañerismo, de que juntos habíamos enfrentado y sorteado un peligro mayúsculo, sin un solo rasguño, nos sabíamos valientes y a los pobres incautos que estaban en la cola para probar su suerte, les mirábamos con cierto aire de superioridad y excesiva autoestima.
En ocasiones nuestras vidas son una como una montaña rusa, rápida, intensa y a veces aterradora, la diferencia es que podemos parar el condenado carrito y ponerlo en los rieles que queramos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario